La lógica parece haberse invertido. Los últimos casos de inseguridad cotidiana revelan una brutalidad criminal desmedida.
Primero se conoció el caso de Eduardo Silva. Volvía de llevar a su hijo a un cumpleaños. Cuando terminaba de estacionar su auto, lo sorprendió una banda criminal que venía de un extenso raid delictivo.
Lo único que hizo Silva, de 47 años, fue asustarse. Apenas atinó a correr unos metros. El criminal le disparó en la nuca. Se fueron sin robarle nada. Lo único que les importó fue matarlo.
A la semana de conocerse la detención de la banda que mató a Silva, fue el turno del futbolista Rodrigo Espíndola. La secuencia fue calcada. Dejó el auto en el garaje. En paralelo una banda criminal se acercaba a la puerta de su casa. Espíndola atinó a poner el brazo para controlar al delincuente. Entonces lo ejecutaron. Por ese crimen hay dos detenidos.
Lo mismo pasó con el prefecto Rosario Toledo. Delincuentes lo ejecutaron delante de su familia en General Pacheco. Los asesinos resultaron ser dos hermanos, viejos conocidos de los penales provinciales. Gozaban de beneficios, de salidas transitorias que habían vulnerado. En ese contexto, mataron. Ya están presos otra vez.
Ahora, le tocó el turno al policía federal Miguel Borejko. Lo mataron cuando llegaba a su casa para robarle el auto y huyeron.
Matar por matar, esa es la cuestión criminal. Una metodología que se repite, y preocupa.