El agua ya no penetra- Por Jorge Rulli
Empresarios, funcionarios y pobladores de las zonas inundadas postergaron el debate sobre las consecuencias del modelo agroexportador actual. Los sojales desplazaron chacras y tambos que con molinos y bombas extraían grandes cantidades de agua. Las enormes maquinarias compactan el suelo y los pesticidas matan la microvida: no quedaron ni los túneles de las lombrices. Así, el agua ya no penetra, circula hasta acumularse y las inundaciones castigan a los pueblos mucho más que a los lotes agrícolas. Jorge Rulli, miembro del Grupo de Reflexión Rural, traza un mapa del modelo de producción y propone modificar los modos en los que se utiliza el suelo.
Fotos: Eduardo Carrera
La siembra directa fue concebida como una agricultura natural, ecológica, con abundantes rotaciones y con sumo respeto por la vida del suelo. Se implementaba con máquinas simples y livianas. Hasta que el mercado pidió más productividad y una escala mayor: la maquinaria mutó en enormes sembradoras, enormes tractores, enormes mosquitos pulverizadores, cuyas toneladas de peso, dejan necesariamente el terreno compactado. Al no labrar el suelo, el agua de lluvia tiene más dificultades para penetrar. La demanda en aumento de porotos de soja y su precio sostenido durante una década dejó de lado las rotaciones con otros cultivos, que posibilitaban, luego de la cosecha, abandonar sobre los suelos materia orgánica o barbecho para reponerlos. Hay más: se pulveriza glifosato y otros agroquímicos de modo masivo para eliminar malezas perennes y así, año tras año, se fue afectando sensiblemente la microvida del suelo, que facilita la reposición de los nutrientes, así como el laboreo que realizan las lombrices, hoy ya en muchos campos inexistentes. En conclusión, el terreno está desnudo, el agua corre y no penetra en el subsuelo.
El proceso de globalización le impuso a la Argentina en los años ‘90 un modelo de país productor de transgénicos y exportador de forrajes. Las consecuencias de la implantación de ese modelo extractivo y de producción masiva de comodities a lo largo de los años, fueron inmensos territorios vaciados de sus poblaciones rurales, cientos de pueblos en estado de extinción, cuatrocientos mil pequeños productores arruinados, entre ellos el cierre definitivo de millares de tambos, y muchísimos chacareros endeudados debido a la incorporación de nuevos paquetes tecnológicos con dependencia a insumos, semillas genéticamente modificadas, herbicidas de Monsanto y maquinarias de siembra directa.
El mercado impuso sus reglas: la principal fue la necesidad creciente de disminuir costos para competir. Los fondos de inversión que expropiaron los aportes jubilatorios de los argentinos y los fondos fiduciarios generados por algunas empresas para supuestamente democratizar la agricultura, aportaron los recursos financieros para la implementación de los nuevos monocultivos de soja Roundup Ready (RR, que resiste al herbicida glisfosato) en una escala gigantesca. La vieja oligarquía pastoril desapareció en medio de la mayor transferencia histórica de tierras desde la campaña al desierto, para dar lugar en su mismo nicho histórico a una nueva clase empresarial y plutocrática, no ya patricia como la Sociedad Rural Argentina, sino de recientes orígenes inmigratorios. La concentración de campos y la expulsión de poblaciones sintetizaron el modelo neocolonial impuesto por el proceso globalizador.
Los emigrados del campo conformaron nuevos e inmensos cinturones de pobreza urbana, y descubrieron en la ciudad el festival de las importaciones y el consumo, en simultáneo con el creciente desempleo producido por el cierre masivo de las empresas industriales. Un vasto plan de asistencialismo y de empleos de inferior calidad, subsidiados por el Banco Mundial y cargados a la creciente deuda externa, la distribución de raciones alimentarias y un tejido férreo de control en las barriadas, contuvieron por años la creciente pobreza. Lo paradójico de esta situación de insurgencia que vivía la Argentina a principios del milenio fue que muchas de las luchas sociales localizadas, tales como los asentamientos y luchas por el derecho a la vivienda, en la medida que confrontaban con situaciones abusivas de injusticia y no se proponían otro modelo de país ni regresar a los lugares de origen, devinieron funcionales al sistema de agricultura a escala y control del territorio por los grandes pooles, vinculados a los exportadores y mediante ellos, a los mercados globales.
El predominio de visiones urbanas sin arraigos culturales y a la vez, reverenciales de tecnologías y de modelos que rinden culto del progreso, colaboraron de manera eficaz, en mantener invisible el rol que nos fuera asignado de país exportador de comodities, con una agricultura sin agricultores, subsidiada por corporaciones como Monsanto para la producción masiva de transgénicos. Esas visiones urbanas impidieron prever las consecuencias necesarias e inevitables del festival de cultivos transgénicos que podría estar llegando actualmente a los treinta millones de hectáreas.
El modelo del agro negocio sojero desplazó miles de chacras y, en particular, desplazó tambos. Cada tambo contaba con varios molinos y/o bombas para riego o bebederos, que diariamente extraían grandes cantidades de agua, abatiendo las capas de agua a sus niveles tradicionales de 30 a 60 metros de profundidad. Esos espacios tamberos fueron reemplazados por siembra directa.
Reconozcamos que no faltaron avisos que anunciaban la situación que hoy nos preocupa. En el congreso de los Consorcios Rurales de Experimentación Agricola (CREA) de 2014, en una exposición denominada “Del mito de la sustentabilidad a la realidad del compromiso ambiental”, se dijo lo siguiente: “Una visión estática de la naturaleza generó el ‘principio precautorio’ que reclama conocer las consecuencias de nuevas intervenciones agrícolas antes de implementarlas. Ante ese desafío se generaron en el sector productivo metodologías de ‘buenas prácticas’ orientadas a una supuesta sustentabilidad. Pero es difícil definir cómo deberían ser esas prácticas a priori. Cambia el ambiente y lo que sabemos de él; cambian las tecnologías y las opciones, y la mejor práctica hoy puede ser mala mañana”. Esta presentación estuvo a cargo de Esteban G. Jobbágy, investigador del Grupo de Estudios Ambientales del Instituto de Matemática Aplicada de San Luis (Conicet-UNSL), durante una conferencia ofrecida en el Congreso Tecnológico CREA que se estaba desarrollando en Mar del Plata, Rosario y Santiago del Estero de manera simultánea. “Los efectos del desmonte sobre la materia orgánica del suelo y el stock de carbono, sobre las napas freáticas o las poblaciones de grandes mamíferos nativos, requieren observaciones y observadores distintos y deben en todos los casos y etapas sumar aportes del sistema de ciencia y tecnología”, añadió. Jobbágy dijo en ese momento algo por lo demás evidente y de sentido común: que era improbable anticipar todas las consecuencias hidrológicas que el reemplazo de pasturas y montes por agricultura tendría en nuestras llanuras.
“Hemos generado excesos hídricos sostenidos y lo que en un principio se atribuyó exclusivamente a las fluctuaciones climáticas, hoy aparece también vinculado a los cambios en el uso del territorio: ascensos freáticos de diez metros en Marcos Juárez (Córdoba) desde los años ’70, con lotes que se inundan por primera vez en la historia; napas que salvan la producción en años secos pero que ponen en jaque siembras y cosechas en años más húmedos; sales que aparecen en la superficie cuando menos lo esperamos”, comentó.
“Hay que aprender sobre la marcha. Para eso es necesario integrar a expertos y observadores locales, plantear problemas actuales e hipotéticos y avanzar gradualmente con el cambio reservando zonas de control, además de medir las variables consideradas más sensibles, hacer transparente la información y su interpretación, debatir y negociar” Jobbágy señaló también que “la agricultura, como todas las actividades humanas de gran escala, es insustentable. La historia desde la revolución industrial hasta hoy ha mostrado repetidamente que lo único sustentable es el progreso. Aparecen nuevos problemas, generamos nuevas soluciones. Y esas soluciones traen nuevos problemas”, comentó.
Consideremos que no estamos leyendo a un contestatario o a un ecologista, sino a un profesional que se preocupa por mejorar la capacidad del proceso productivo por mantener sus estándares. La idea de que cada solución tecnológica entraña nuevos problemas y la necesidad, a su vez, de generar nuevas soluciones tecnológicas, es un criterio típicamente empresarial, que no tiene en cuenta los ecosistemas naturales y que sólo privilegia la ganancias mediante la continuidad del consumo y la producción de nuevos artilugios y de nuevos tóxicos.
El uso de agrotóxicos en los sojales condujo, por ejemplo, a la insólita situación de que los conocidos bichos bolitas se convirtieran en plaga. Estos insectos se alimentaban de materia muerta que fue desaparciendo por la ausencia de suficientes procesos de humificación; y entonces comenzaron a comer cultivos. Así, se crearon cócteles de venenos específicos para eliminarlos.
En ese mismo congreso, Jobbágy indicó acertadamente que la contaminación por sobre-fertilización, que encabeza la lista de preocupaciones en otras grandes regiones productoras, no es prioritaria en la Argentina. Pero sí lo es la pérdida de hábitats naturales y de recursos hídricos. “Desde lo global un concepto que se ha popularizado para expresar la preocupación por la agricultura y la disponibilidad de agua es la huella hídrica ¿Cuánta agua de lluvia o de riego hemos utilizado para obtener una unidad de producto? Pero el agua no tiene el mismo valor en todas partes ¿Vale lo mismo el agua que permitió producir un litro de leche usando alfalfa regada en Mendoza o maíz picado y pasturas de secano en la cuenca del Salado? La importación ciega de indicadores envasados como la huella hídrica representa un obstáculo en el abordaje del problema producción-ambiente”, dijo.
“De hecho, en una enorme parte de nuestras llanuras el uso conservador del agua que hace la agricultura nos causa problemas más serios: niveles freáticos más elevados, menor capacidad de albergar excesos de lluvia y, por lo tanto, anegamientos e inundaciones más frecuentes en la región pampeana o ascenso de sales en la región chaqueña son algunos de estos problemas. No necesitamos ahorrar agua de lluvia en estas llanuras: necesitamos usar las lluvias tan exhaustivamente como la hacían las pasturas o los bosques que reemplazamos con cultivos anuales. Y aquí empiezan a surgir varias tensiones: las inundaciones castigan a los pueblos mucho más que a los lotes agrícolas. Los tambos son el sistema productivo que generan menores excesos, pero uno de los que más caro paga la inundación. Lleva tiempo y esfuerzo entender estos problemas hidrológicos que no conocen fronteras entre disciplinas”, explicó.
Jobbágy señalo también que,en lo que respecta a la protección de ecosistemas naturales (aspecto regulado por la “Ley de Bosques” Nº 26.331) es necesario buscar acuerdos en un marco que permita distinguir las situaciones de ganar-ganar, perder-perder o ganar-perder en cuanto a ambiente y producción. “La quema de más del 95% de la biomasa desmontada en cordones es un claro ejemplo de perder-perder: deterioramos el suelo y desperdiciamos un recurso valioso. Salir de esa práctica requiere pocas innovaciones y acuerdos”, argumentó el investigador. “Encontramos un claro ganar-ganar en la intensificación verde: aumento del doble cultivo, uso de cultivos de cobertura, ciclos más largos, aplicados en épocas de excesos o napas elevadas en las llanuras. Bajamos el riesgo de anegamiento y aumentamos la producción”, añadió. “Los sistemas que alternan cultivos tardíos de soja y maíz han mostrado enormes virtudes productivas y han permitido afianzar empresas agrícolas sobre ambientes que antes se consideraban hídricamente marginales. Una de las claves de la secuencia es que usa conservadoramente el agua evitando estrés y riesgo productivo. Pero, como contraparte, aumenta el incentivo de desmonte en una gran fracción de los bosques del Chaco y el Espinal que antes tenían poco atractivo agrícola. Y además esa secuencia genera mayor drenaje profundo y ascenso freático, incrementando el riesgo de salinización en las tierras que anteriormente fueron ocupadas por bosque”, explicó refiriendo a la llamada extensión de la frontera agrícola, que tantas devastaciones de bosque nativo y conflictos con los pequeños pastores y campesinos ha provocado a lo largo de los últimos años.
“El compromiso ambiental del sector agropecuario está listo para ir más allá de la sustentabilidad y enfrentar el desafío del cambio. Podemos esperar a que lleguen las demandas ambientales y afrontarlas una por una con acciones puntuales y efectos de imagen. O podemos liderar el debate territorial de la próxima década ofreciendo lo que mejor sabemos hacer, que es gestionar creativamente las fuerzas de la naturaleza”, concluyó con cierto optimismo.
Evidentemente los acontecimientos provocados por las desmedidas ganancias de estos años y la imprevisibilidad de sus consecuencias inevitables, han superado por lejos a esta dirigencia empresarial tanto como a los funcionarios del sector. Podríamos hacer extensivo este juicio a buena parte de la población refugiada en las ciudades que ahora, también, sufren las inundaciones. Que se discuta si los responsables están o no están presentes en los lugares de la catástrofe nos parece absolutamente pueril, tanto como discutir sobre subvenciones a los damnificados. Se trata, en cambio, de modificar de modo radical y de una vez por todas los procesos irracionales y de abuso del suelo que condujeron a esta catástrofe; se trata de comprender los procesos de preservación y de recuperación de los ecosistemas agrícolas; y se trata asimismo, de leer detenidamente la Encíclica Laudato Sí, para extraer sus enseñanzas a la vez que aprovechar el enorme caudal de energía que nos proporciona, si deseamos afrontar el desafío de que estas situaciones no vuelvan a repetirse y que en vez de aportar a los “cambios climáticos” seamos capaces de aportar a la preservación de la vida en el planeta tal como nos lo pide el Papa Francisco.
En medio de la catástrofe provocada por las lluvias y por una agricultura guiada por los mercados estamos convencidos que pueden nacer esperanzas nuevas y nuevos debates que tienen relación con la recuperación de una conciencia ambiental, tanto como con los modos de asumir la participación ciudadana. Nuestra emergencia desesperada a más de veinte años de aprobadas las primeras sojas transgénicas sigue siendo una frontera de la globalización y también de las tensiones con la mayor multinacional de las semillas, cuyas últimas amenazas fueron las de cobrar por su propia cuenta regalías en los puertos sobre su soja intacta, en asistencia con las empresa exportadoras. Recordemos que la Argentina aportó en la posguerra a solucionar el hambre del mundo y de Europa particularmente, gracias a sus producciones sustentables y ahora, por el contrario, luego de muchos años de cosechas récord de transgénicos, queda expuesta nuestra pobre calidad de vida, millones de hectáreas inundadas o al borde de la desertización y una economía de exportación cada vez más frágil y basada en los caprichos de los mercados internacionales.
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