Naturalizamos vivir mal, vivir como no queremos. Pero cada día es un mundo y como reza una conocida frase “cada día es una pequeña vida”. Así es. Tenemos días muy diferentes, y está bien, porque es parte de nuestra naturaleza fluctuante. Somos seres y somos humanos. Somos unidades complejas producto de una mente, emociones, un cuerpo o materialidad y todo un Universo que nos atraviesa. Sin embargo, el problema radica en acostumbrarnos al malestar y en acostumbrarnos a no preguntar y a no indagar, a no reflexionar, ni en soledad ni en compañía; en acostumbrarnos a que nadie, ni siquiera nosotros mismos, pregunte de verdad. Así vamos, automatizados, normalizados, normativizados, sufrientes, en silencio o a los gritos, anestesiados o con dolor. El resultado es el mismo: insatisfacción profunda. Afortunadamente, ahí está la vida que nos obliga o nos guía, según nuestro grado de consciencia. Aunque a veces preferimos mirar para otro lado. Pero un día ya no podemos, ya no queremos.
Si de verdad deseamos un cambio, hagamos de la pregunta “¿cómo estoy hoy?” un hábito. Los beneficios van mucho más allá de una simple reflexión, porque al preguntarnos por el “hoy” estaremos abarcando la existencia completa. Hoy es, en realidad, siempre. Si logramos estar bien hoy, y siempre habitamos a pleno el presente, el estado de bienestar surgirá pues estar bien también es nuestra naturaleza. No debemos acostumbrarnos a vivir mal. Es normal que sucedan cosas, que nuestras emociones y pensamientos no sean siempre positivos; lo que no es normal es inmovilizarnos y permanecer en el conflicto. Lo que no es normal, o no debería serlo, es que se nos vaya la vida así.
Esa angustia que a veces nos invade, cuando no es escuchada, hace huella en el cuerpo, que es el mapa de todas nuestras experiencias. Es lamentable que necesitemos el sufrimiento físico – que antes o después llega – para reaccionar y recalcular la vida y el camino.
La crisis existencial es fin y causa; resultado, pero también oportunidad. ¿Quién no la tuvo alguna vez? ¿Quién no experimentó ese estado de inquietud, de malestar, de desgano, de duda interminable, de inercia, de inmovilidad, y hasta de muerte en vida. A veces simplemente es hora de tener una crisis existencial, para aprender, para crecer… La buena noticia es que no necesitamos salir a buscarla porque viene sola, en el momento justo y perfecto. ¿Cuál es la clave? No negarla ni reprimirla. Si lo hacemos, la caída es más fuerte, el pozo es más hondo.
Si despertamos alguna vez por la mañana y no tenemos ganas de levantarnos o salir; si estamos en compañía de otras personas y sentimos una soledad profunda, un hueco, un agujero negro; si ante alguna situación queremos desaparecer, aunque sea por un instante; si nos preguntamos “qué hago acá”; entonces, la crisis ha tocado a nuestra puerta y habremos estado más cerca de la salud y del equilibrio que quienes jamás se han permitido llorar o dudar.
Cuando nada del mundo nos llena, cuando nos preguntamos por el propósito de nuestra existencia, a veces porque sí, otras porque atravesamos situaciones límite, es el momento de hacer un alto y hacernos cargo de lo que nos pasa. No se trata de tomar cualquier malestar como signo de crisis. Será cuestión de evaluar su recurrencia, su persistencia. Religiosos o no, somos buscadores de sentido. Y en esa búsqueda podemos enfocarnos en algo que nos entretenga y distraiga. Pero cuando eso no esté, se caerá todo, incluso nosotros. Algunas personas lo experimentan a tiempo; otras, lo perciben durante los últimos minutos que pasan en este mundo, al exhalar su último aliento. No lleguemos a ese punto. Llegar al final de la vida así será mucho peor que haber tenido una crisis, haberla mirado de frente y haber empezado de nuevo. Será haber perdido la oportunidad de vivir. Cuando desaparezca lo que sea que nos sostiene, todo va a dejar de tener sentido.
Entonces, como es inevitable, mejor decir “bienvenida la angustia”, pero para salir de ese estado. La tristeza, el desasosiego, tienen que ser el suelo, la base, el fondo, para darnos el impulso necesario para evolucionar. No caigamos en la obligación de estar bien, pese a todo y caiga quien caiga. Aceptemos nuestras emociones, pasemos por ellas, experimentemos el proceso y abracemos el resultado.
A veces, por miedo, por comodidad, tenemos adicción al suelo. No lo queremos pero nos aferramos. Sabemos que tenemos que salir del pozo.
¿Cómo hacer, entonces? Transformándonos por completo, desde las pequeñas cosas. Si nos sentimos tan mal que no sabemos por dónde comenzar, vayamos cambiando pequeños hábitos: rutinas, gustos, actividades, compañías. Así, poco a poco, cambiará el todo: desde las partes. No nos escapemos. Hagámoslo solamente si es lo único que podemos hacer en el momento crítico, como una acción de emergencia. Pero tomemos responsabilidad – no culpa – por lo que nos pasa. Recordemos que la tristeza es tan fiel que se va con nosotros a todas partes. Caminemos, salgamos, meditemos, hagamos actividad física, bailemos, riamos, hablemos con conocidos y desconocidos. Y si la situación es grave, busquemos ayuda. Generemos endorfinas. Si no podemos controlar nuestros pensamientos o cambiar lo que sentimos, hagamos cosas para modificar la química de nuestro cuerpo. Así, por el camino inverso, también lograremos salir de ese estado.
Si ya estamos en ruinas, ¿qué tenemos que perder? Habrá que desarmarse del todo y rearmase… Salir de los recuerdos y de las suposiciones. Porque nos hace peor lo que imaginamos que lo que realmente pasa. La felicidad surge del estado de equilibrio, y este de la aceptación plena de la vida en todo su espectro.
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