Todas las filosofías que abogan por el autoconocimiento y por el estado de paz insisten en la necesidad de que aprendamos a instalarnos en el presente, en el ahora. Uno de los fundamentos es que la causa del sufrimiento deviene de nuestra imposibilidad de estar en presencia plena. Desde esta perspectiva, nuestras tristezas surgen más que nada en relación con el pasado, con malos recuerdos, y también con el futuro, por deseos que nos llenan de ansiedad, por suposiciones pesimistas, derrotistas, por miedo…
Vivimos hablando del tiempo: con impotencia y resignación, “el tiempo no alcanza”, “el tiempo es tirano”, “no tengo tiempo”; o con esperanza, “el tiempo lo cura todo”, “el tiempo es la respuesta”. ¿Por qué? Porque normalmente lo concebimos como una línea recta, que se extiende desde el nacimiento hasta la muerte. Y llenamos esa línea de deseos, de mandatos, de deberes, de acciones inconscientes, de rutinas, de estructuras… Sin embargo, ¿nos preguntamos alguna vez seriamente qué es el tiempo?
Si trascendemos las definiciones de manual, muchas ya obsoletas aunque cristalizadas y enquistadas, y superamos las estructuras certeras que vienen a “tranquilizarnos”, la mirada cambia. Si tomamos la propia experiencia como parámetro para medir y comprender la idea de la temporalidad, tal vez podamos advertir que el tiempo, más allá de cualquier definición y medición objetiva, tiene una medida mental y emocional.
Según qué pensamos y cómo nos sentimos, las horas se nos vuelven días y los años, minutos. Padecemos sufrimientos que parecen eternos y vivimos alegrías que se nos escurren entre los dedos…
Einstein, ese genio que todos conocemos y no leemos, que todos nombramos y que poco entendemos todavía, decía que “el tiempo es, evidentemente, relativo: que depende de la velocidad a la que se mueve en el espacio un observador”. En términos simples, desde este punto de vista, es la mente la que crea el tiempo.
El tiempo, entonces, no existe independientemente de la percepción, más allá de quien observa. El tiempo es como la realidad: una forma de observar y de experimentar la existencia.
La ciencia reconoce que para los seres humanos el tiempo se mueve en una única dirección, que va desde la memoria hasta la anticipación de la experiencia. Si analizamos y experimentamos la vida desde el punto de vista de nuestra materialidad, atravesada por una forma de vivir acelerada y muchas veces inconsciente, aparentemente el tiempo progresa de forma lineal, del pasado al futuro. Si sumamos el hecho de que el paso del tiempo deja consecuencias tangibles, su linealidad y existencia parece algo innegable. Sin embargo, desde la perspectiva de la física actual, estos tres tiempos – pasado, presente y futuro – son en realidad lo mismo y esa materia sobre la cual se escriben las huellas de la historia es más vacía que llena, es una vibración densificada. Así, la realidad se percibe en toda su complejidad y el tiempo, como secuencia causal de sucesos, se vuelve una ilusión producto de nuestra percepción. Esta cuestión de que el tiempo es en realidad una ilusión la señalaban ya numerosos filósofos y pensadores hace siglos, y se planteaba también en las tradiciones místicas de diversas religiones.
Entonces, si algo tan definido y aparentemente claro para nosotros como lo es el tiempo, es producto de nuestra mente, ¿qué pasará si no somos capaces de ver esta ilusión y nos embarcamos sin reflexionar en este flujo vertiginoso y pendular que oscila entre pasado y futuro? ¿En qué medida nuestras tristezas y sufrimientos serán causadas por esta ilusión temporal, por este dolor por cosas que nos pasaron, por esta insatisfacción con lo que somos hoy, por este miedo y esta frustración por lo que tal vez seremos o nos pase, o por lo que deseamos y no llega?
¿Será, como plantean hoy muchas técnicas de autoconocimiento – no por nuevas sino porque estas filosofías antiguas, frente a las crisis profundas que vivimos, vienen ganando más espacio – que si nos instalamos en el presente, que es lo único que verdaderamente existe, podemos dejar de sufrir?
Quienes practican Yoga o alguna forma de meditación, o quienes naturalmente tienen una forma introspectiva y reflexiva de experimentar la vida, comprueban en carne propia lo que la ciencia plantea: instalándonos en el presente podemos modificar nuestra historia. ¿Historia en tanto pasado? No, en tanto historia de vida, de experiencia vital completa, única. Es decir, si nuestro pasado nos generó sufrimiento y no salimos de ahí, teniendo en cuenta que este no tiene entidad realmente, así como su división con el presente y el futuro, lo único que tenemos como resultado es una vida estresada y miserable. Generamos una existencia sufriente en la dimensión de lo único que existe: un siempre, un continuo. Si traemos a cada momento lo malo que nos pasó, el sufrimiento se instala y condiciona cada experiencia que tenemos. Somos nosotros quienes, al traer las experiencias negativas pasadas al presente por medio del pensamiento, les damos existencia nueva y actualizamos el dolor. El problema se vuelve más grave aún si tomamos en cuenta que nuestra mente no puede diferenciar entre un recuerdo y lo que ocurre en tiempo real, por lo que los efectos físicos de ese sufrimiento y las somatizaciones se replican ad infinitum.
La clave es instalarse en el aquí y el ahora. La mente va a resistirse, va a hacer fuerza para trasladarse a espacios irreales. Y, aunque meditemos, no vamos a poder dejarla en blanco, porque su naturaleza es pensar, recordar, soñar y ser inquieta. Pero podemos reconocer y aprender su mecanismo para observarla desde un lugar consciente. Podemos conocerla, aceptarla y aprender a convivir con ella. ¿Cómo? Con práctica. Digamos mentalmente, por ejemplo, a cada instante, “estoy acá”. Es una técnica sencilla, económica, asequible y equilibrante.
¿Está mal pensar, recordar y esperar? No, por supuesto. Lo malo es estar siempre, o la mayor parte del tiempo, ausentes. ¿Cómo vamos a disfrutar de la vida de esa manera, si no estamos ahí? La culpa no es del tiempo, por tirano, sino de quien deposita la responsabilidad de su felicidad en algo que, tal como lo concebimos, no existe.
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