CONSTRUIR AL ENEMIGO
Construir al enemigo es la compulsión de crear sistemáticamente a un otro a quien destinaremos nuestro odio, rechazo, críticas, ironías… Esta frase, acuñada por Umberto Eco para referirse a la Historia de la injuria al diferente, al extranjero, al indeseable, bien vale para hablar de nuestra constitución más profunda y de nuestras experiencias vitales más cotidianas.
Mientras permanecemos inmersos en la dualidad de clasificar todo nuestro mundo guiados por las categorías de lo bueno y lo malo, late en nuestra realidad interna la división. Y no podemos evitar expresarla; generamos las condiciones para que la oposición se manifieste en la experiencia externa. ¿Por qué es importante traer a la consciencia esta actitud? Porque jamás habrá un mundo mejor sin personas mejores, que se conozcan a sí mismas y acepten el reto de crecer.
Existe un tipo de personalidad, más común de lo conveniente y, por ende, naturalizada y permitida condescendientemente, que en cada acto cotidiano expresa, incluso desde un lugar de victimización, su odio. Odio, sí. Un odio que quizás, hilando fino, profesa a su propia persona.
Pero, como nada puede contra el vacío, proyecta rechazo hacia las entidades externas, especialmente contra aquellas que vienen, sin intención, a enrostrarle todo lo que desearía ser y que, por simple autolimitación, no logra encarnar, realizar.
Esta personalidad va por la vida mendigando amor y aprobación. Va intentando superar la separatividad que nos habita pero siempre elige el camino erróneo. Muestra, a veces, todo lo contrario: seguridad, confianza, autosuperación; se esfuerza, incluso, en construir su imagen. Pero imagen, en este caso, es proyección y no realidad. Se autocritica, además, en un gesto de falsa humildad. Pide ayuda… Pero, finalmente, no quiere o no puede cambiar y no logra sostener el personaje.
Su insatisfacción entra en erupción. No puede aceptar la propia responsabilidad en la construcción de la vida que desea, entonces busca culpables.
Y los encuentra porque los construye: crea al enemigo.
No es fácil caer en ese rol de adversario que este tipo de personas puede, antes o después, atribuirnos. Duele. Sin embargo, desde la comprensión de su perspectiva, debemos aceptar que, hagamos lo que hagamos, siempre seremos, incluso sin saberlo, el prototipo de la villanía, la encarnación del mal o de la hipocresía, para esta clase de personalidades. Ya lo han decidido. Necesitan hacerlo. Nada lo cambiará.
Usarán todo lo que tienen a mano: llanto, charlas, redes sociales, comentarios, oportunos silencios y manipulaciones para destruirte discursiva y simbólicamente. Pero lo usarán con otros. Con el “villano” habrán cortado los puentes, y es lógico, la estrategia de guerra se construye en soledad y secreto.
Nunca irán al frente de batalla.
Dirán que lo han hecho. Contarán sus angustias, agonías, derroteros, y tu «maldad», tu indiferencia. Y hallarán aplaudidores, mártires salvadores o personas que de buena fe los apoyarán; los buscarán pues necesitan formar tropas, crear bandos.
¿Qué hacer frente a estas situaciones? Dejar ser y dejar no ser. Aceptar. Interpretarán tu silencio y quietud como cobardía, desinterés, frialdad o incapacidad. Pero es comprensible: ¿qué mente ubicada en las perspectivas del pensamiento inmaduro, errático y autocomplaciente, suturador, puede razonar de otro modo?, ¿qué cuerpo emocional dominado por el ego y la carencia puede percibir y experimentar con ecuanimidad? El tiempo da las respuestas y ubica a cada quien en el lugar que ha elegido, consciente o inconscientemente, ocupar. Y, más allá de permitir que el transcurso del tiempo haga lo suyo, tenemos otra alternativa: podemos y debemos elegir en qué historias participar.
Quien nos ataca ya nos encontrará reemplazo pues, como no lleva la paz consigo, siempre halla con quien guerrear, aunque sea en su imaginación. Su vida se transforma en una galería llena con rostros que los han “decepcionado” y “traicionado”.
El atacante forma parte de un sistema, de una dinámica, que constituye la experiencia de vida que su nivel de consciencia le permite, al menos por ahora, tener.
Querer despertar, salvar o enseñar al sufriente antes de tiempo sería, además de un esfuerzo inútil, caer nosotros también en las trampas del ego.
Es saludable y necesario continuar con el propio camino en lugar de colaborar con el desequilibrio emocional de quien nos ataca. Para acabar con una realidad destructiva debemos dejar de alimentarla. Al contrario de lo que parece, es así como mejor podemos ayudar. Será nuestra última prueba, aunque inadvertida para quien no puede apreciarla, de bondad.
El buscador insatisfecho gozará momentáneamente la retirada y la victoria; el silente que haya optado por actuar con discernimiento, por conservar la paz y por la humildad de dejar que la vida hable, gozará de sí y de una realidad externa que no necesita de enemigos para edificarse. En estos casos, como reza una famosa frase, mejor tener paz que tener razón y dejar que las cosas sean lo que son.