Soñar, viajar, amar – Hoy, un camino sinestésico, con el color del silencio: de Boipeba a Moreré.
Para vos, amante de los viajes, de las travesías, a quien, en uno o en miles de kilómetros, los caminos te conectan con el sentido más profundo del goce de la vida; para que, por los aires, los mares, las rutas terrestres o por medio de imágenes y de palabras, puedas sentir un poco más cerca la belleza diversa que nos regala este mundo, en naturaleza y en cultura, continuamos con La Bitácora de Ada Luna, un espacio donde te presentaré diversos destinos e historias, porque LA VIDA ES UN VIAJE. Te traigo en esta oportunidad el registro de una de mis travesías más amadas: de Boipeba a Moreré, en Brasil.
¿Te preguntaste alguna vez de qué color es el silencio? Yo sí, porque soy una peregrina sinestésica, que ama ir por los caminos amalgamando los sentidos, mezclando sensaciones… Las personas sinestésicas andamos por la vida viendo colores cuando escuchamos música, sintiendo sabores y escalofríos cuando nos alcanza la brisa marina. Somos así: un cúmulo de sensaciones a flor de piel. Y por eso viajamos, porque en cada nuevo sitio descubrimos que tenemos mucho más que cinco sentidos.
En uno de estos viajes que marcan un antes y un después en la vida, el silencio se me tiñó de color océano. Fue en una playa virgen, uno de esos tesoros que la soledad preserva para quienes se animan a salir de las rutas turísticas comerciales y más tradicionales. Ocurrió en Moreré, Ilha de Boipeba, en el Archipiélago de Tinharé, en el norte de Brasil, sobre el Océano Atlántico del Sur ecuatorial. Allí, las playas están repletas de palmeras, de piscinas naturales de arrecifes de coral y bañadas por aguas sumamente cálidas.
Boipeba queda unos 200 kilómetros al sur de Salvador de Bahía. Junto con Morro de Sao Paulo y Cairú forman lo que, a la distancia, parece ser una gran isla, pero en realidad son tres, separadas por ríos. Moreré, como te contaba, forma parte de Boipeba. Es un pequeño pueblo de pescadores donde se encuentran los corales más grandes de la zona. Es posible llegar en lancha; se desembarca en Boca da Barra, playa en la que desemboca el Río do Inferno, que rodea una parte de la isla e Boipeba. Sin embargo, te recomiendo animarte a llegar caminando. Es la única manera de encontrar las famosas «trilhas», o caminos serpenteantes entre la vegetación que, de un instante a otro, te abisman poniéndote frente a frente con las playas más maravillosas. Cuando la marea está baja, también podés hacer el camino costeando la playa.
Los días en Moreré son mágicos. E imaginá lo que son las noches en un lugar donde no hay iluminación artificial que opaque el brillo natural del cielo nocturno que viste de estrellas el mar.
En esta travesía, todo comenzó con la forma de un sueño, en esas tardes de lluvia en que, cuando andamos hurgando los rincones, aparece una revista anacrónica, con imágenes de una playa paradisíaca. En ese entonces los viajes internacionales eran impensados para mí, desde la mente, pero eran siempre palpitados premonitoriamente por el corazón. Unos siete años después, de una forma misteriosa, terminé allí, rodeada por un grupo de personas que jamás imaginé que serían mis compañeros de camino.
Se dio en una oportunidad en que, junto con una amiga entrañable, visitábamos por segunda vez Morro de Sao Paulo (próximo destino a dibujar con palabras en esta Bitácora), y se nos ocurrió volver a Boipeba. Es un lugar bellísimo al que, normalmente, se llega en una excursión que solo ofrece la posibilidad de permanecer unas horas en un bar junto a la playa. Habíamos realizado ese paseo en nuestro primer viaje, pero intuíamos que la isla guardaba mucho más que lo que el tour ofrecía. Así fue como, al regresar, decidimos establecer un acuerdo especial con el guía y solicitarle que, en esa excursión diaria que realizaba, nos dejara quedarnos dos noches y nos pasara a buscar en el próximo paseo programado. Siempre hay alternativas para quienes tenemos claros los deseos, por eso te recomiendo ir más allá de lo que se te ofrece.
La aventura no terminaría allí porque, en el hostel que habíamos elegido para hospedarnos, la causalidad nos hizo encontrar a varias personas muy amables. Una brasileña, una italiana, un español y una uruguaya pronto se acercaron a nosotras, las recién llegadas, para invitarnos a ir a comer tapiocas a la plaza de la isla. El entusiasmo por compartir con otros viajeros y la tentación de esas tapiocas, que bien conocíamos y ya amábamos, hicieron que aceptáramos la invitación. Entre bocado y bocado, la charla nos llevó a terminar nombrando casi al unísono «Moreré». Fue uno de esos momentos mágicos, al que no sabés cómo llegaste pero agradecés profundamente esa ¿casualidad? que, en el fondo, te sabe a destino. Gracias a este grupo supimos que Moreré estaba cerca y que se podía llegar caminando. Había un sueño compartido, había ganas de andar entre la mata atlántica; así que, a la mañana siguiente, las mochilas estarían listas para emprender el peregrinaje hacia esa playa paradisíaca.
Caminamos casi cuatro kilómetros. Era enero. El sol era intenso y el camino, largo; pero esa exuberancia verde que nos acompañó durante todo el trayecto y la charla amena, alternada con esos silencios que surgen en sincronía y en sintonía con el momento y con la imponencia natural del camino, hacían que nos llenáramos de energía y se nos oxigenaran los pulmones y la vida entera. En las pausas del diálogo, imagino, cada quien divagaba en sus pensamientos. A mí se me dibujaban en círculo mi historia, mi presente y el futuro que no quería soltar: ese que me llevaría a viajar toda vez que pudiera porque sentía que cada encuentro con un paisaje, con una cultura, con un otro, me hacían descubrirle más sentido a la existencia.
Cuando llegamos a Moreré nos encontramos con un Brasil diferente. Estaban las playas soñadas, estaba la bella simpleza de su gente, pero ya no había bullicio. Allí se vive otro tipo de alegría: la de la conexión con el mar y con uno mismo. Los pobladores son introvertidos; se alejan de los turistas. Prácticamente no hay oferta comercial. Es, sin dudas, un espacio para que se queden quienes pueden apreciarlo por lo que es y por lo que no quiere dejar de ser.
Las playas en Moreré están prácticamente desiertas, repletas de cangrejos y caracoles. El mar es verdaderamente el protagonista. Recuerdo haber pasado allí una de las mejores tardes de playa de mi vida.
A la hora de regresar, sí hicimos uso de algo pensado para los pocos turistas que se aventuran: el tractor/taxi que, al igual que algunas motocicletas, ofrece traslado de regreso a Boipeba. También fue toda una experiencia. Se trata de un tractor que remolca unos «vagones» abiertos con asientos rudimentarios. Para mí fue uno de los transportes más lujosos que he utilizado ya que pude ver, sin ninguna clase de obstáculo, uno de los mejores atardeceres de mi historia.
Estoy segura de que Brasil, como tantos otros lugares en el mundo, guarda miles de caminos misteriosos. No sé cómo los encontraré. Me gusta no saberlo. Pero si una revista pudo unirse después con una charla de plaza y articular en media hora un viaje único e impensado, todo puede suceder. Te invito a sumarte a la vida y a los viajes en clave de sinestesia, aunque te advierto que, de una forma de vivir así, no hay regreso. Abel Pérez Rojas, escritor mexicano escribió:
«En el oscuro silencio
nace la poesía más profunda,
la que es bala de plata
contra el engendro
que cree saberlo todo,
pero solo comprende a medias.»
En mis viajes me encuentro con silencios oscuros, con silencios claros, con silencios de todos los colores. Descubro que cada vez sé más y entiendo menos, pero que, inexplicablemente, lo comprendo todo. ¿Qué color tienen los silencios de tus días? ¿Qué sonidos y qué ruidos habitan tus viajes? Quizás sea hora de callar lo urgente, atender lo importante y predisponerte a escuchar qué rutas te están llamando. Y, más aún, animarte a tomarlas. Creeme que, como en los viajes, en la vida lo mejor se descubre en la excursiones no programadas.
Experiencia y redacción: Diana Santoro
Prof. de Literatura, de Yoga, comunicadora, productora de contenidos y divulgadora del Arte del Buen Vivir – Viajera incurable.
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